La mitad de las personas del mundo menstrúan, menstruarán o han menstruado. Dicho de otra forma, más de dos mil millones de personas participan de este fenómeno biológico, que es a la vez (y sobre todo) un fenómeno político. La falta de información sobre el tema, tratado mundialmente como un tabú, sitúa el fenómeno biológico de la menstruación entre la especulación y el mito, y merma la seguridad en sí misma de quien menstrúa, que siente desconfianza y vergüenza de su propio cuerpo. Creencias, mitos y cuentos de terror nos predisponen a entender la menstruación como algo vergonzante, sucio y bochornoso. De todo, menos bonito. Este imaginario define la forma que tenemos de relacionarnos con la regla y con los cuerpos menstruantes mientras menstrúan. Y eso es político, no fisiológico.
La menstruación se asume con vergüenza y se gestiona con disimulo para “que nadie la note”. Esta concepción atraviesa toda la narrativa menstrual: desde el líquido azul de los anuncios de compresas que hemos visto siempre en la tele hasta el absentismo escolar que provoca en países de ingresos bajos o medios. Aquí existen medios (las garantías sanitarias son otro tema) para ocultar la menstruación. Donde no existen o donde las mujeres no pueden adquirirlos, ocultar la menstruación es sinónimo de ocultar el cuerpo menstruante: niñas, adolescentes y mujeres relegadas al hogar durante los días de sangrado. Esto se traduce en una vulneración constante de los derechos humanos (libertad, honor, igualdad, acceso a la educación…) y en un factor que contribuye gravemente a la desigualdad de género en todo el mundo.
Como decía, las consecuencias del tabú menstrual son todavía más devastadoras cuando interviene el factor de la pobreza. En estas áreas, la regla constituye un obstáculo que impide igualar las oportunidades de desarrollo de mujeres y hombres (utilizo la división tradicional de género para aligerar la lectura; no obstante, estoy convencida de que el género no lo dicta el hecho de menstruar). Cuestiones tan cruciales para el desarrollo como la educación o la participación en la vida pública se ven gravemente mermadas en las mujeres durante los días que dura la primera fase del ciclo menstrual: el sangrado.
Ocultar la menstruación requiere recursos. Se necesitan productos de higiene menstrual, baños adaptados, agua, jabón y un lugar seguro donde cambiarse. Además, para anular la vergüenza y descartar la culpa se necesita, sobre todo, comprensión y empatía. Estos materiales y condiciones escasean en buena parte del mundo y su ausencia se traduce en un ambiente discriminatorio y poco apropiado para quienes menstrúan. Según UNICEF, más del 30% de las escuelas del mundo no disponen de baños adaptados a las necesidades de las niñas, esto contribuye a la terrible concepción de que el colegio no es un lugar para ellas: comienza el declive de su vida académica.
Según Naciones Unidas, en el mundo hay más de 800 millones de personas que viven en situación de pobreza extrema y sin acceso a agua potable. A esta cifra hay que añadir los millones que viven con una renta muy limitada, en la que los productos menstruales ni por asomo son considerados prioritarios en la economía familiar. Estas mujeres están obligadas a recurrir a métodos caseros y poco efectivos, como trapos y hojas secas (UNFPA, 2019). Controlar la sangre con estos medios es una labor complicadísima que no les deja tiempo para concentrarse en ninguna otra cosa, creando inseguridades y limitando el pleno disfrute de la educación y de la vida en general, con las limitaciones futuras que esto acarrea. Si tenemos en cuenta que esta situación afecta a multitud de países en vías de desarrollo, la menstruación se convierte en un fenómeno cargado de estigma y privaciones que socava los derechos humanos de las mujeres en todo el mundo.
El problema del absentismo escolar en países en vías de desarrollo no se reduce a los días que dura el periodo. Las niñas faltan de media cuatro días al mes, más de un mes a lo largo del curso escolar. Poco a poco, van sintiendo que la escuela no es un sitio para ellas, se desvinculan de las clases, pierden temario, interés y sentimiento de pertenencia, hasta que en muchas ocasiones terminan por abandonar definitivamente sus estudios. Numerosas investigaciones relacionan el abandono temprano del colegio con los embarazos precoces y más peligrosos para las mujeres. Además, las oportunidades de inserción en el mundo laboral se limitan, acrecentando la feminización de la pobreza y haciendo más y más acuciada la brecha de género.
Por primera vez en 2014 el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas manifestó que el estigma en torno a la regla y la falta de medios para gestionar la menstruación representaban un escollo en la lucha por la igualdad y menoscababan los derechos humanos de mujeres y niñas. El hecho de que la problemática fuese simplemente verbalizada por la ONU en 2014 da bastante información del mundo en el que vivimos, del silencio que rodea el tabú menstrual y del gran desafío al que se enfrentan los cuerpos menstruantes, solos, en todo el mundo.
Además, UNESCO publicó en el mismo año un informe sobre la educación en la pubertad y gestión de la higiene menstrual en países en vías de desarrollo en el que exponía la problemática que entraña que, por norma general, los currículos escolares no cubran el tema de la menstruación y la pubertad de una forma cercana y accesible para las niñas y adolescentes. Existe, por lo tanto, un vacío con relación a este tema que afecta negativamente a la construcción de la personalidad de las niñas, que cultivan una inseguridad y una vergüenza que limitará sus vidas desde bien pequeñas.
Menstruar es salud, no una vergüenza. Es necesario normalizar la menstruación, naturalizar el fenómeno biológico y denunciar esta problemática silenciada. ¿Por qué tan silenciada la menstruación? Porque, como dice Erika Irusta, la historia de la menstruación está escrita por cuerpos que no menstrúan y porque hacen falta más cuerpos que menstrúan en puestos de poder, porque somos la mitad del mundo y esta sangre es parte de nuestro ciclo, de nosotras.
Es necesario, para poder hablar de igualdad, romper la primera camisa de fuerza a la que estamos somentidas (me permito inventar el término porque la ocasión lo merece). La historia contada por otros, la dimensión vergonzosa y sucia de nuestro propio cuerpo. Solo hablaremos de la igualdad de género cuando la menstruación se trate como lo que es: un fenómeno biológico necesario en nuestra vida, símbolo de salud y nunca más un castigo.
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