Hace dos semanas, el 6 de febrero se celebraba (si se puede usar este verbo) el Día contra la Mutilación Genital Femenina. Según cifras de la ONU, una de cada 20 niñas y mujeres sufren alguna forma de mutilación genital. Estas cifras incluyen cualquier tipo de cambio, corte o eliminación de la zona externa de los genitales: se corta la parte externa del clítoris, porque se considera impura. A la vez, se amputa cualquier posibilidad de sentir placer, de vivir plenamente. Se aniquila la completitud del cuerpo.
Esta forma de violencia atroz contra las mujeres afecta a más de 200 millones, que han sido objeto de mutilación genital en los 30 países de África, Oriente Medio y Asia donde se concentra esta práctica[1] (si se puede utilizar este sustantivo). No obstante, la muerte de dos niñas en el departamento de Risarlda (Colombia) en 2007, alertó a las autoridades de que, en zonas rurales del país seguía llevándose a cabo esta práctica. Un ejemplo más de que las cifras oficiales son una aproximación que se deja fuera a muchas, a todas las que sufren esta extirpación fuera de la ley, fuera del perímetro de lo que se sabe, que es lo más difícil de denunciar.
La brecha Norte Sur afecta a todos los niveles, el privilegio y la miseria hablan en idiomas distintos y rara vez se encuentran. La mutilación genital femenina, salvando todas las distancias que la atrocidad merece, es una intersección muy incómoda.
SUR: niñas obligadas, sin anestesia, agarradas de piernas y brazos y con la cabeza escondida en las ropas de su madre (tengo el recuerdo vivo de un reportaje que vi con 10 años, como mucho, hasta que llegó mi padre y apagó la tele). Cogen una cuchilla y le extirpan la zona externa del clítoris. Los riesgos: hemorragias graves y problemas urinarios, y más tarde pueden causar quistes, infecciones, complicaciones en el parto y aumento del peligro de muerte de sus bebés cuando los tengan.
NORTE: mujeres que voluntariamente se aplican cirugía estética, se recortan los labios internos de la vulva y ya de paso, se la blanquean. Se pagan de media 2.000 euros, que incluyen la anestesia, el seguimiento y “la tranquilidad de estar en manos de los mejores profesionales”. Estoy hablando de la eliminación que implica, por ejemplo, la labioplastia, pero también a todas las formas de cirugía estética genital que se hacen las mujeres en las zonas ricas del mundo para modificar sus vulvas consideradas feas o deformes por ser normales y corrientes.
¿Y la intersección? Se perfila con los motivos. Me refiero al porqué de las distintas formas de amputación, del maltrato y del repudio. No sabemos más porque no hemos visto más, y de ahí la vergüenza y el rechazo. No sabemos más porque las vulvas no están normalizadas, porque la consideración generalizada que atraviesa el mundo de norte a sur, va desde la fealdad al espanto.
La vulva da vergüenza porque es un caramelo envenenado. En realidad, solo es un caramelo, pero nos lo han envenenado a todas. A ellas, además, se lo roban con una cuchilla sin desinfectar.
Vuelvo al Norte. ¿Y qué hacemos, mujeres, para abrirnos las piernas sin vergüenza? Fácil. Cogemos un bisturí y recortamos la vulva, como haría una niña a la que le pedimos que dibuje un logaritmo neperiano: inventándolo. Recortamos, con el troquel del desconocimiento, la consecuencia triste e inevitable de un imaginario repleto de vulvas que no existen, que nunca fueron.
¿Y qué hacen ellas? No sentir nada, obligadas a todo.
Con esto, no quiero subrayar la vergüenza a nuestros cuerpos y lo impuro de nuestros genitales (flores nuestras, idnos perdonando) sino todo lo contrario, denunciar la diferencia, romper una lanza por, en esta escala de grises que es la amputación del placer y el respeto a nuestros cuerpos y sus excelentísimos sentires, todas las niñas y mujeres a quienes se les practica una extirpación, quien no tiene opción a más, a todas las que viven, han vivido y vivirán con una incompletitud silenciosa y escondida entre las piernas. Tolerancia cero. Que yo cogía esas cuchillas y en fila todas ellas construía una alambrada alta, cortante y tajante. Para que no entren, para que las dejen en paz, para que puedan vivir y sentirse de una vez.
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[1] Female Genital Mutilation/Cutting: A Global Concern. UNICEF, Nueva York, 2016.